Nos
guste o no, las redes sociales nos invitan a participar en grandes debates, que
para muchos jóvenes parecieran inéditos sin serlo en realidad, pues difícilmente
exista en pleno siglo XXI aspecto alguno de las relaciones humanas que no hubiere
sido debatido históricamente por otros pensadores. De allí que la cuestión
teórica planteada en el título no escapa a esa premisa, y adoptemos la postura
que adoptemos, el problema planteado ha tenido, tiene, y tendrá consecuencias
prácticas y políticas, que no pueden ser apartadas del continuo análisis
académico.
Ambos
conceptos se relacionan directamente en la comprensión del ejercicio del
llamado “Poder Estadal”, por las
personas que lo ostentan. Para fines
académicos centrados en la cuestión pública, la legitimidad es ubicada en forma
directa con el ámbito político y área filosófica, mientras que la legalidad en
el ámbito jurídico y área del derecho. Por supuesto, estas áreas y ámbitos están estrechamente
vinculados, y al respecto, para abordar el debate, me permito apoyarme en un
párrafo del texto “El poder y el derecho”
de Norberto Bobbio y Michelangelo Bovera
(1984)
“Cuando el Estado moderno asumió el carácter de Estado de
derecho, la legitimidad del Poder ejercido por el Estado se fundamentó en su
sometimiento a la legalidad en dos aspectos: Quienes ejercen el poder estadal
deben estar autorizados para ello por el ordenamiento jurídico, se trata de
la legitimidad del origen del poder, pero además dicho poder debe ser
ejercido conforme a lo establecido en la Ley, se exige así que el poder no sea
utilizado de manera arbitraria, se trata de la legalidad en el ejercicio del
poder” (Obra
citada Pag 30)
Sin
embargo, tal como más adelante afirma el autor, el concepto de legitimidad
pareciera subordinado o incluido en el de legalidad ya que surge en momentos de
la historia cuando la legitimidad del poder político se fundamentaba en “modelos divinos” o en “modelos carismáticos” y comienzan a ser
reemplazados por el modelo de las constituciones y leyes. Es cuando se da
inicio a la sustitución del paradigma político “Gobierno de Hombres” por el de “Gobierno de Leyes”. Ahora bien, los hombres “divinizados”,
carismáticos o “democráticos” siempre han querido imponer sus intereses a toda
costa, y en esta nueva etapa, las leyes comenzaron a ser redactadas, manipuladas
e interpretadas, divorciadas de la justicia, abriendo brechas en lo que
respecta a la legitimidad, concepto que también comenzó a desarrollarse como
mecanismo de aceptación social, llegando al perverso dilema que enfrenta a
ambos conceptos en el plano ético que nos permite como seres racionales,
discernir cuando lo legal puede ser malo
y lo ilegal puede ser bueno, pudiendo concluir con esta afirmación, la
absoluta subjetividad de la percepción de legitimidad.
En
pleno siglo XXI a nivel mundial, las diferencias entre legalidad y legitimidad
se puede reflejar en casos publicitados como la crisis económica europea que
resalta el conflicto. Cuando percibimos una ley que condena al desahucio a
personas por perder su trabajo y disminuir sus derechos laborales, afirmamos
sin lugar a duda que dicha ley es ilegítima,
más cuando comparamos también la existencia de leyes que permite indultos y
beneficios a asesinos corruptos, torturadores, etc, pero no a familias
condenadas a la miseria por no satisfacer sus necesidades básicas. Por esas
razones validamos sin vacilar el legítimo derecho de estas personas a estar “indignados”.
Podemos
también analizar una dimensión temporal de la legitimidad al confrontar normas aplicables en el pasado a la luz
de una visión del presente. Por ejemplo, en la época de la hegemonía nazi, la
ley obligaba a los ciudadanos a denunciar a su vecino judío, y no hacerlo era
un delito con nefastas consecuencias. Hoy, cómodamente pudiéramos afirmar que era legítimo no cumplir esa ley. Por
supuesto, habría que estar en esos zapatos
y entender que en casos como estos se está en presencia de un dilema ético. Es
por ello que a nuestros ojos, en el presente, los que en el pasado sufrieron
leyes injustas son mártires y quienes las enfrentaron son héroes. ¿Quién sería
Sócrates si no hubiese tomado la Cicuta? ¿Bruno si no hubiese sido quemado en
la hoguera? ¿Cristo sin la cruz? ¿O Thoreau si no hubiese preferido ir a la
cárcel antes que pagar un impuesto previsto en una ley que él consideró
injusta?
Estos
conflictos hoy en día los observamos con más resonancia por la eclosión
informativa que nos proporcionan las redes sociales, y en función a ello, pudiéramos
revisar un ejemplo de la dimensión
cultural, que analizaremos en el caso de la joven musulmana Dana Bakdovnis, quien en el 2011 se
fotografió sin el velo, y subió su foto a las redes sociales cuando en su país,
Arabia Saudita, esto constituye un delito; o su paisana, Manal Al Sharif, quien
desafió la ley de su país al conducir un vehículo y colocar un video de ello en
Youtube, lo cual la llevó a la cárcel en un país donde lo religioso absorbe la
política.
En
este ejemplo, es interesante observar en las redes las innumerables muestras de
apoyo y el revuelo que esto ha causado, al punto de existir frases de
felicitaciones de chicas musulmanas por su valentía, con comentarios como: “Queremos hacer lo mismo, pero no nos
atrevemos”, lo que permite considerar otra variable importante: atreverse. He aquí otro ejemplo del
dilema.
Pero,
la dimensión del concepto legitimidad, que más ruido pudiera causar corresponde
a la “dimensión moral de las personas
que la perciben”, la cual pudiera manifestarse simultánea y sistemáticamente
hasta alcanzar magnitudes colectivas y considerarse de interés político. En
esta dimensión, el poder percibido como legítimo, será mayoritariamente
obedecido, mientras que el percibido como ilegítimo será desobedecido, u
obedecido en apariencias para evitar que la violencia del Estado pueda ser utilizada
de diferentes formas contra de los obligados. Esto, se convierte en caldo de
cultivo para la desconfianza en funcionarios e instituciones y en el desarrollo
de mecanismos para atreverse a desobedecer. Es la autoridad moral o autorictas.
Sin embargo, como la relación es bidireccional, desde la visión del obligado a obedecer, será menos legítimo
aquel funcionario que accede al poder con una dudosa legalidad de origen que se
suma a un ejercicio del poder con acciones diferentes a las que el obligado a
obedecer considere que tiene que cumplir. Cuando este siente lo contrario,
aumenta la sensación de legitimación.
Desde
la visión subjetiva de quien detenta el
poder político, será legítimo aquel funcionario que accede al poder y lo
ejerce haciendo lo posible para hacer creer a los que los obedecen,que cumple lo
que por ley está obligado a hacer. Para él, su legitimidad de origen nunca
estará en discusión y, en su natural vanidad, considera que está allí porque es
la “última Pepsi del desierto”, bien
por “voluntad divina”, por “Voluntad del pueblo”, o por “Impecable Curriculum”
De
acuerdo a ambas visiones, la legitimidad así concebida pudiera entenderse como
un punto común de encuentro, y para ello existen las Constituciones o Cartas
Magnas, sus interpretaciones y el desarrollo legal de sus mandatos. Para
demostrar la legitimidad de ese desarrollo, los funcionarios intentarán
convencer a la mayor cantidad de subordinados de su legitimidad, y aquí, entra
en escena la utilización de los medios de comunicación y de propaganda. Sin considerar
que un funcionario o régimen político sea malo o bondadoso, y atendiendo
exclusivamente a los mecanismos de mando y obediencia, es necesario afirmar que
cuando el poder pierde legitimidad, deja de ser poder, salvo que ejercite la coacción y la fuerza, ya sea mediante
normas o leyes percibidas como injustas o amenazas y represiones físicas
directas. Esto originará conflictos y con ello un acelerado desgaste de dicho poder,
sobretodo en actuales momentos donde pocas cosas pueden ser ocultas a la luz de
los colectivos sociales y de la velocidad con que viaja la información y donde
ya Orgón no debe ser escondido
debajo de la mesa para que con sus propios oídos escuche las verdaderas
intenciones de su venerado Tartufo
para con su esposa Elmira, como nos
ilustraba Moliere sobre la mentira y la hipocresía del impostor.
En
nuestro país, la brecha entre legalidad y legitimidad, a mi modesto parecer, es
cada vez mayor, y tal como lo analicé en la tesis que me permitió ser Doctor en
Derecho, nuestras leyes son cada vez más violatorias de la Constitución y de la
legitimidad, sin mecanismos expeditos para anularlas. Ese deterioro acumulado
podemos percibirlo en medios de
comunicación parcializados, informaciones manipuladas, fotos trucadas, expertos
en todo declarando, impunidad delictiva, corrupción desmedida, funcionarios no
calificados, redes sociales colapsadas en una guerra sin cuartel, con un gran
número de personas pretendiendo imponer lo que ellos consideran “su verdad”, en una sociedad reagrupada
en dos “Casi Mitades”
“mayoritarias”, “minoritarias”, y todo lo contrario, ejerciendo exageradamente
su libertad de expresión en un ambiente con señales de anarquía, lo que me
obliga a compartir una frase utilizada por Miguel
Salazar en su comentario del semanario Nro 433 del 19 de Abril: “Tanto el gobierno como la oposición no
hablan con franqueza, ambos actúan como acariciando la idea de llevarse por los
cachos el Estado de Derecho”. En este despelote, la manipulación y la
incertidumbre son los actores principales que ponen en entredicho la legalidad,
ampliando su brecha con el sentir de legitimidad.
Mi
formación profesional primera fue en la Academia Militar, y desde mi particular
visión de “obligado a obedecer” siempre me pareció ilegítimo que mi grado de
sub-teniente de nivel licenciado, obtenido en 1977, me lo firmara el señor Carlos Andrés Pérez, (sin ningún
título) presidente Constitucional de Venezuela, elegido en votaciones
legalmente válidas y supuestamente legítimas. También percibí como ilegítimos a
algunos oficiales últimos en los parámetros comparativos y tangibles de
evaluación que llegaron a ser Generales
de la República. En especial recuerdo a uno que desde Capitán no efectuaba o
reprobaba los exámenes físicos, y la llamada “Cuarta República” lo ascendió a General, pero la denominada “Quinta República” lo nombró Ministro de
la Defensa. Como ese, hay varios personajes que sus subalternos los percibíamos
como ilegítimos al compararlos con brillantes oficiales que no eran ascendidos,
pero acatábamos sus órdenes, dentro de los límites que las dignidades
individuales nos permitían.
Aún
me parece ilegítimo que un Rector de universidad,
elegido legalmente, firme títulos de Postgrados con niveles que él nunca
alcanzó, a pesar que la Ley lo autoriza a ello. Esto, por supuesto, es trasladable
a Ministros de Educación y otros funcionarios con iguales prerrogativas.
Considero
ilegítimo que las universidades le otorguen a probados analfabetas funcionales títulos que legalmente le permitirán el
ejercicio de una profesión, y cumplir los requisitos “mas-mínimos” para ocupar
cargos de gran responsabilidad en un
país donde las palancas y compadrazgos son los ilegítimos e ilegales atajos
para alcanzar ascenso social y ejercicio de poder.
Evidentemente,
como militar obligado a obedecer y como persona educada, respetaba “externamente” tanto al Presidente como
a los demás profesionales referidos. Claro, es mi percepción subjetiva y no
generalizada al extremo de considerarla de “interés político”, y mi
derecho a pensar con mi propio criterio y no repetir como loro juicios ajenos.
Hoy,
observo con tristeza como generales y
otros oficiales del pasado, muchos a mi parecer ilegítimos (como subalterno que
fui de ellos) llaman a los militares activos a rebelarse e incumplir normas que
si bien pudieran ser obsoletas, injustas o inconstitucionales, ellos, cuando estaban
activos y en altos cargos, nada hicieron para adecuarlas a los nuevos tiempos,
ya que les convenía la obediencia debida a todo trance y necesitaban de los
medios violentos y de coacción en la mano para imponer su “ilegítima” pero “legal”
autoridad sin preocuparse siquiera por asuntos tan importantes y elementales como
la seguridad social disminuida de sus colegas que hoy impulsa vientos de
descontento.
En
la otra acera, veo algunos jefes militares del presente (que no puedo calificar
de legítimos o ilegítimos, ya que ese “honor” le corresponde a sus subalternos)
obligándolos a jurar defender individuos y no a la Constitución en una injustificada confusión de gobierno con Estado. También
observo militares activos que sin ningún pudor hacen proselitismo partidista
sin que sean sancionados, generando con tal actitud que otros a las sombra del “descontento traicionero”, militen y se
comprometan con el otro bando: Esto es sumamente peligroso para la Fuerza
Armada y el país.
Ante
esta situación me permito citar unas frases tomadas de una polémica carta que
según Vicente Lecuna, el 01 de Octubre de 1825, Páez escribió a Bolívar
en una crisis política de enormes proporciones, que poco después constituyó la
esencia de la separación de la Gran Colombia:
“Usted no puede figurarse los estragos que la intriga
hace en este país”
“Nuestro Ejército se acabará pronto si no se atajan las
justas causas de su descontento, y estoy bien seguro que en caso de guerra, los
señores letrados y mercaderes apelarán como siempre a la fuga, o se compondrán
con el enemigo, y los pobres militares irán a recibir nuevos balazos para
volver a proporcionar empleos y fortuna a los que actualmente los están
vejando”
¡Cómo me hubiera gustado
haber sido un militar subalterno del General José Antonio Páez! Siempre supo identificar y defender el
sentimiento de sus subordinados, aunque ahora 200 años después, algunos de los nuevos letrados y mercaderes pretenden
generar dudas de su legitimidad, sin
poder evitar que retumben en sus oídos un resonante y triunfal ¡VUELVAN CARAJO!
Caracas, 23 de Abril del 2013
Angel Alberto Bellorín - Abogado. Doctor en Derecho Constitucional. Profesor Titular
Mucuritas, el Yagual, Las Queseras del medio y el Inmortal campo de Carabobo; un fuerte abrazo, miestimado Coronel.
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